lunes, 13 de abril de 2015



Patricio Valdés Marín



La psicología humana se entiende por ser naturalmente un organismo biológico cerebrado que se relaciona con su ambiente y que persigue satisfacer primordialmente sus instintos de supervivencia y reproducción. Esta relación se efectúa a través de tres funciones: cognición, afectividad y reacción. Tenemos tres tipos de conciencia: conciencia de lo otro, conciencia de sí y conciencia profunda. El accionar del ser humano es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. Si la conciencia de sí termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la transcendencia. Ésta viene a ser la estructuración de la energía en conciencia profunda. El ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Tras la muerte de la persona emergería una psicología nueva, inmaterial, pero implícita en la conciencia profunda, para conocer y relacionarnos correspondientemente con esa misteriosa realidad que se presentaría más allá de nuestra vida terrena, imposible de conocer ahora a través de nuestra experiencia sensible.


La discusión acerca de si las personas siguen existiendo de alguna manera o no después de la muerte sigue latente. Si apoyamos la primera postura —la transcendencia de la persona— y considerando que no poseemos ninguna evidencia física de una existencia en un “más allá”, resulta difícil especular sobre una psicología humana en la otra vida, y menos aún emplear el método empírico. El único camino a nuestro alcance sería, desde una perspectiva filosófica, depender de la psicología que podemos conocer en esta vida y advertir las especulaciones de la parasicología y la mística.


Tres funciones


Entonces veamos primero que la psicología humana se entiende primeramente por ser naturalmente un organismo biológico cerebrado que se relaciona con su ambiente y que persigue satisfacer primordialmente sus instintos de supervivencia y reproducción; siendo ambos instintos funcionales a la prolongación de la especie, que es lo determinante en la genética de los organismos biológicos. En todo organismo biológico vertebrado esta relación se efectúa a través de tres funciones: cognición, afectividad y reacción. Estas funciones son actividades psíquicas de la estructura biológica y electro-química del órgano nervioso central animal. Primero, un organismo biológico acentúa sus posibilidades de supervivencia y reproducción cuando obtiene información del medio, lo que le posibilita ventajas adaptativas acerca de alimentación, sexo, cobijo y defensa. A través de la evolución se han desarrollado órganos de sensación que captan señales de lo que le rodea, las que se han perfeccionado en el curso de la evolución biológica hasta conseguir, en al menos los mamíferos, una representación muy fiel y sutil de la realidad. Una segunda función, la afectiva, se manifiesta primariamente por la sensibilidad a efectos que producen señales nerviosas que provocan placer o dolor como un mecanismo adaptativo y ventajoso para la especie. Tercero, la psicología biológica se completa con la respuesta del organismo frente a las oportunidades que se le presentan y a los peligros que debe enfrentar para su integridad. Puede atacar, huir, defenderse, protegerse, etc.

Por su parte, la función principal de la estructura orgánica cerebral es, específicamente, en una escala superior cognitiva, generar estructuras psíquicas de percepciones e imágenes a partir de las sensaciones que proveen los sentidos. Parte relevante del caudal de vivencias cognitivas, afectivas y reactivas es registrada en la memoria de manera relativamente estable en forma electroquímica y neuronal (estructural) que realzan las capacidades intelectivas y le confieren continuidad en el tiempo, creando una historia individual. Esto es lo que produce la conciencia y fue una importante adaptación evolutiva. La conciencia animal, incluyendo el ser humano, es conciencia de lo otro y es la suma de las tres instancias, más la memoria. Por su lado, la memoria genera la imaginación, que son las representaciones o contenidos de conciencia que el animal puede producir o rememorar en su mente como una vívida realidad que no necesita tener presente para desearla o, por el contrario, temerla, para de esta manera aproximarse a lo apetecido o huir del amenazante peligro. 

En el ser humano, a través del proceso evolutivo que busca la prolongación de la especie mediante la supervivencia del más fuerte, estas tres mencionadas funciones psicológicas se manifiestan como conocimiento, sentimiento y voluntad, respectivamente. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado cerebro humano adquirió capacidad de pensamiento racional y abstracto a partir del mismo bagaje neuronal de los animales, pero de manera aún mucho más compleja, pudiendo estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual a partir de percepciones e imágenes, y buscando representar lo más fiel y prácticamente posible el mundo real que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las relaciones causales de su entorno. Estas relaciones o procesos tienen una secuencia temporal, como el silogismo y la abstracción, y por lo tanto, son muy de nuestro mundo terrenal de tiempo y espacio. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que el individuo emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura. La realidad que conoce es, como todo animal, la sensible y, por tanto, material. Pero en su mente persigue comprender lo inextricable de esta realidad enigmática que se le presenta, consiguiendo a veces entender la unidad de la multiplicidad entre el caos.

En esta misma escala su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente en sentimientos. Naturalmente, un ser humano no es solamente una entidad racional que actúa objetiva y fríamente según parámetros abstractos y lógicos. Él es también un ser sujeto a la afectividad. Como cualquier animal, busca, en función de la mecánica de la supervivencia y la repro­ducción, el gozo y el placer, y rehúye el sufrimiento y el dolor. Como todo ser emotivo, experimenta intensamente las emociones de vivir, siendo, por ejemplo, profundamente afectado por el aroma de las flores, la tibieza del Sol, la frescura del agua, la suavidad de la brisa, la placidez del descanso, el sabor y la satisfacción de la comida, el calor de la compañía, la ternura de la amistad. Además, la razón incrementa la escala de la afectivi­dad para incluir los sentimientos, y produce una funcionalidad de una escala superior a la emoción, confiriéndole una perspectiva plena de sentido y propósito dentro de un contenido moral, pero donde la felicidad, la tristeza, el amor, el odio y muchos otros sentimientos más confieren la coloratura humana. Se supone que un ser humano es civilizado en proporción a su capacidad para dominar sus emociones en función  de sus sentimientos.


Conciencias


La conciencia es una función de la estruc­tura psíquica que el sistema nervioso central genera, unificando toda su actividad psíquica, en virtud de la cual el individuo —animal o humano— es capaz de poseer una actitud experimentada y vigilante de su entorno, que le permite ubicarse temporal y espacialmente y valorar el posible beneficio o peli­gro que encierran las cosas que allí percibe. Ella relaciona activamente la multiplicidad de sensaciones, imágenes, ideas y sus relaciones que el contacto con el mundo externo suministra, y las compara continuamente con los contenidos, en sus distintas escalas, evocados por la memoria. La conciencia se distingue del sueño, aunque en ambas fluyen contenidos de conciencia; pero en el sueño no existe el control unificador de la conciencia ni la percepción actual de la reali­dad, sino que refleja simbólicamente las preocupaciones cotidia­nas.

La conciencia es la capacidad que posee un sujeto, no para obtener un objeto, sino para obtener su presencia. La capacidad se refiere a la función de una estructura, que en este caso es la cognitiva y la afectiva. Por tanto, la conciencia se refiere a la cognición y la afectividad. La obtención por parte del sujeto de la presencia de algo se refiere, por una parte, a una representación psíquica que se origina en las sensaciones que recibe de un objeto y que estructura o elabora en percepciones, imágenes y conceptos, y, por la otra, a una representación psico-fisiológica que produce un objeto y que se traduce en placer y dolor, en una primera escala. La presencia es la invasión del sujeto en el campo de sensación del sujeto. El objeto es todo lo que se pone al alcance del sujeto, como causa de las sensaciones y emociones del sujeto. En fin, conciencia es el conocimiento que tiene un individuo de ser sujeto de relaciones causales que pueden compro­meter su existencia en cualquier grado, ya sea como causa o como efecto.

El objetivo de la conciencia es unificar, filtrar y actualizar tanto la continua y permanente información de la realidad que llega a través de los órganos de sensación como la información suministrada por la memoria. También la conciencia está presente en la elaboración de nuevos contenidos de conciencia (percepciones, imágenes, ideas, relaciones lógicas y relaciones ontológicas). En fin, la conciencia, en posesión de todo este conocimiento y afectos-aversiones, puede ejercer un efectivo control sobre la acción.

Conciencia de lo otro

La más simple de todas es la conciencia acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado, proviene de la capacidad natural de reconocer objetos que pueden ser afectados por nuestras acciones o que pueden afectarnos a nosotros. La acción que surge de la informa­ción provista por este tipo de conciencia no puede ser llamada precisamente libre, pues está condicionada  por los instintos y apetitos pro­pios que promueven la supervivencia y la reproducción para los cuales es específicamente funcional. La intensidad de esta con­ciencia varía desde el simple reconocimiento de la existencia de luminosidad o calor hasta la comprensión de las fórmulas químicas más complejas.

Conciencia de sí

Un segundo tipo de conciencia es la conciencia de sí. Pertenece a una escala que implica una inteligencia racional, pues surge de la relación intelectual que un ser racional efectúa entre las diver­sas cosas, de las cuales distingue una de éstas, el agente de la acción, que llega a identificar consigo mismo. No se refiere a la acción de la causalidad que un individuo siente en sí mismo, reconociendo que la causa es distinta a sí mismo, pues en eso reside justamente la conciencia de lo otro. La conciencia de sí establece la distinción sujeto-objeto, donde el sujeto se concibe a sí mismo siempre por oposición al objeto. Surge por reflexión. Así, pues, al reflexionar y mirarse a sí mismo como sujeto, éste se concibe como propio y distinto de las otras cosas.

La conciencia de sí tiene la capacidad para distinguirse ella misma de la experiencia, identificando su causa con lo otro, y el lugar de la conciencia que experimenta lo otro, consigo mismo. El individuo, al reflexionar, reconoce que la conciencia es el lugar del pensar, de la voluntad y del sentimiento. El origen y lugar de todos estos procesos los identifica con el yo. El yo se erige en sujeto consciente que reflexiona y actúa autónomamente. En el acto de reconocer un yo, está también reconociendo un tú a partir de la conciencia de lo otro.

La acción que surge de este conocimiento, por la que el sujeto racional se identifica con el sujeto de la acción y separa­do de las otras cosas, supone, primero, una acción concebida como propia, emanada de sí mismo; segundo, una evaluación de sus efectos probables, y, tercero, una evaluación que hace sobre sus mismos objetos, a los que ordena axiológicamente, otorgándoles a cada cual una posición dentro de una jerarquía valórica que él mismo llega a estructurar. La acción, que tiene un momento de deliberación, tiene otro momento de decisión y ejecución, y un tercer momento de cambio en el objeto hacia el cual se dirige, hace emerger los tiempos de pasado, presente y futuro. Cuando surge la conciencia de que el sujeto puede ser causa del cambio, aparece el proyecto de futuro y la programación y la planificación de la acción.

La conciencia que cada ser humano tiene de sí, y por la cual el mismo adquiere una identidad única y propia, en el tiempo y en el espacio y con relación a las otras cosas, no le proviene por aquel supuesto ingrediente espiritual denominado alma, sino que es producto de la estructura psíquica compuesta por los contenidos de conciencia, en especial las imágenes, ideas y juicios que cada ser humano va estructuran­do según las representaciones actuales y evocadas, que convergen precisamente en ella para hacer de la representación psíquica un todo coherente y referido a la realidad. Entre estos contenidos de conciencia figuran las imágenes y los conceptos que cada uno adquiere o elabora como representaciones más o menos verdaderas de la realidad; el modo particular en que se han ido estructurando; las relaciones que cada cual va haciendo entre las cosas que percibe; la percepción íntima de su existencia, de su yo, de su propio desarrollo, de sus caren­cias y afectos, de sus posibilidades y debilidades, de sus alegrías y tristezas; el conjunto de pasadas experiencias y su ordenamiento como sucesos en el tiempo; la emotividad particular que condiciona toda imagen; los sentimientos que acompañan sus ideas; las valoraciones éticas que suministra la cultura.. Todo ello constituye un marco de referencia permanente y un banco de conocimientos de inmediato acceso; en fin, todo ello constituye un sistema en su conciencia de sí que le permite deliberar y actuar intencionalmente.

La acción intencional

El accionar del ser humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. La acción humana es intencional porque persigue una finalidad que ha sido reflexionada, meditada, pensada, ponderada, razonada, planificada y hasta imaginada, no por se conoce el futuro, sino como proyecto de futuro, en términos de una determinación de las múltiples posibilidades que se presentan y que incluso se crean. Y aunque la mente se mueva dentro de un con­texto estructural de valoraciones, significados, prejuicios, sentidos, sentimientos y emociones, es suficientemente libre para razonar y llegar a determinar libremente el curso de la acción. Una acción causal propiamente humana transcurre en el tiem­po: posee un antes que razona, una fuerza volitiva actuante en el presente y un después causado. Antes de desencadenar la acción, el sujeto humano estructura los elementos racionales que imprimi­rán a la acción su intencionalidad, formulando planes de futuro y proyectos de conducta. En la estructuración de los planes de futuro existe un proceso de evaluación y ponderación razonada, un juicio a partir de lo que conoce y de lo que pretende, de las diversas posibilidades de acción y una concepción de qué ocurrirá al término de la acción, acompañada o no de imágenes.

La acción humana es intencional porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo, como sujeto de una acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado o razonado. Únicamente el ser humano, de todos los demás seres del universo, es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista, instintivo, afectivo y hasta ritual, cuando ejecuta una acción intencional. En comparación, la acción de un animal es sólo inmediatista, conteniendo una decisión muy simplificada, cuando no es tan sólo una simple respuesta a un estímulo. La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un proyecto de futuro que la razón ha estructurado como posibilidad; y esta energía que consume en el mundo material es energía que se estructura en la persona. La acción propiamente humana no consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Las acciones humanas no deliberadas no son intencionales y pertenecen a la causalidad determinista del universo.

Del mismo modo como el término de la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano, es la supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente humana es la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportuni­dades que se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto biológico de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción intencional es mucho más que una respuesta a los simples instintos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral. La acción intencional, identificada con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, depende de la razón y los sentimientos, siendo lo que caracteriza a la persona y que se relaciona al otro a través del amor o el odio.
La acción propiamente humana, cuando pro­duce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna manera, un efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se va no sólo auto-determinando, sino que también auto-es­tructurando. La estructuración personal es a la vez intelectual, afectiva y moral. Entre la intención y la acción está la decisión, que también se denomina voluntad. La decisión es actualizar, colocando en el presente una intención dirigida hacia un futuro indeterminado. Esto es especialmente importante en dos sentidos: por una parte, establece la oportunidad de la acción. Por la otra, ordena la secuencia respecto de las otras acciones de un proceso.

La acción humana es libre. No lo es en el sentido de un poder de actuar o de no actuar, de acuerdo a las determinaciones de la voluntad. Lo es en cuanto se dan dos factores: primero, la existencia de deliberación razonada antes de la acción; segundo, la existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo. Por lo tanto, la libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia voluntad racionalmente determinada y no consiste en elegir una alternativa, sino en la posesión objetiva de alternativas. Nuestra libertad, que no es una “libertad de”, sino que es una “libertad para”, cuando es ejercida, queda determinada. No sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y cuando hacemos algo, optando por algún curso de acción que determinamos, cerramos las posibilidades para hacer otras cosas. Al tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de libertad por una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente una alternativa de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de dicha alternativa.

La acción es menos libre en la escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales son bastante determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal enfrentado a otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de la concien­cia de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de su libertad, pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y hasta determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. El ejercicio de la libertad es inédito y original. A pesar de ser un producto más de la evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener con­ciencia no sólo de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los animales en mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus límites. Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí mismo, indepen­diente de las cosas y llegar a tener conciencia íntima y profunda de sí.

Uno podría suponer que todo este complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin embargo, todo aquél ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil fuerza electroquí­mica que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro cerebro, el que según los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 gramos y tiene la apariencia de una masa gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto imágenes como relaciones de imágenes, que son las ideas, y relaciones de relaciones de imágenes e ideas tan abstractas que no tienen relación a imagen alguna, que son los juicios. Son estas últimas relaciones las unidades dis­cretas del raciocinio y las que imprimen la intencionalidad a la acción al valorar tanto sus probables costos y beneficios para sí y para otros, como también su oportunidad.

La voluntad traduce la intención en acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente, que se ramifica por toda la estructura muscular, para amplificar la débil fuerza de una intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz de comandar el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es interesante advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad funcional que tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la estructura nerviosa eferente, similar a la aferente, sirve para captar y conducir las sensaciones al sistema nervioso central y que es coordinada por éste. La red eferente comanda la estructura muscular-esquelética mediante señales nerviosas precisas que son amplificadas por los músculos, que se contraen o se dilatan en la dirección, con la fuerza y la velocidad preseleccionadas y en combinación con los huesos que actúan de palancas, con el objeto de llevar a cabo la acción intencionada.

La voluntad da la orden que manda a las manos asir con una determinada presión un hacha por el mango, y a los brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un pedazo de leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo con una intensidad determi­nada, una mano girar un volante a una cierta velocidad o mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado, movimientos que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo humano, para actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La voluntad pone una idea en persuasivas pala­bras cuando comprime el aire de los pulmones sobre las cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y labios para regular un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas intencionalmente, al tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al cuerpo acompañar con ademanes significativos para reforzar la intención.


Conciencia profunda


Desde una perspectiva filosófica (de la filosofía que hemos venido propugnando en toda esta obra), la vida y la conciencia de sí ocurren en el universo material, donde son comprendidas filosóficamente por la complementariedad de la estructura y la fuerza. Sin embargo, en esta misma perspectiva, tanto el universo material y dicha complementariedad son comprendidos a su vez por un concepto mayor, que es el de la energía, que se ajusta y  no se contrapone con lo develado por la ciencia moderna. Así, la energía, según entendemos, no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la termodinámica—; no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio; su efectividad está relacionada con su discreta intensidad; es tanto principio como fundamento de la materia; no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Este concepto tiene el alcance que tuvo el ser de la metafísica en la historia de la filosofía, pero que está obsoleto por su irrelevancia frente al enorme desarrollo de la ciencia. De hecho, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Adicionalmente, la energía comprende una realidad mucho mayor que la de la materia. Es este nuevo concepto de energía que nos permite hablar de transcendencia sin contradecir la ciencia, cuyo alcance es solo lo material. Estas distinciones metafísicas son fundamentales para comprender nuestra existencia y la del universo y son la base para nuestra tesis de la transcendencia.

Siguiendo con el hilo conductor acerca del tema que nos preocupa, desde el punto de vista del propósito de los tres tipos de conciencia, vimos que el sentido de la conciencia de lo otro está relacionado con la supervivencia y la reproducción. Esta finali­dad biológica es distorsionada en la conciencia de sí por la ética, la cual busca, a través de la subsistencia de la comuni­dad, realzar la propia supervivencia y reproducción. La concien­cia profunda, que es un tercer tipo de conciencia, adiciona un marco transcendente en el cual la finali­dad de supervivencia individual y subsistencia social se relati­vizan. Si la conciencia de sí termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la transcendencia. Ésta conciencia se encuentra en la escala mayor de estructuración de la conciencia. No hace que nuestra acción sea más objetivamente libre, sino que hace que uno mismo sea íntima­mente libre al actuar. A diferencia de la conciencia de sí, la podemos reconocer en ausen­cia de cualquier referencia con otras cosas, y, por lo tanto, no requiere ninguna identidad por la que se puede relacionar o definir, pues se identifica únicamente consigo mismo en una mismidad. Mediante ella, una persona se reconoce a sí misma como singularidad y como independiente de otras cosas por referencia, relación o identidad. Esta conciencia es un reconocimiento de la radical mismidad que puede llegar a subsistir incluso a la propia corporeidad espacio-temporal, la que la llega a concebir como otra cosa más, muta­ble, corrupta y hasta ajena, al menos en los místicos, y que en lenguaje ordinario, sepulcral, se denomina “los restos”.

Es conveniente entrar a analizar el concepto de mismidad. Lo prime­ro que resalta es que este concepto es distinto del de identidad. La identidad supone otras cosas de las que se diferencia; en especial, supone la ocupación de un espacio-tiempo definido en el universo. En cambio, la mismidad supone únicamente uno mismo, una unicidad, tal como una singularidad, y reducido a una pura con­ciencia, sin ninguna referencia espacial ni temporal. El yo es sustancial y singularmente el yo mismo, sin relación a nadie más, autosustentable, polo de la acción intencional, autoconsciente, descontextualizado, sentimentalmente auto-contextualizado. La identi­dad que es propia de la conciencia de sí necesita otras cosas para poder diferenciarse, distinguirse, describirse y definirse: un sujeto frente a lo otro; la mismidad, por su parte, no necesita sino de uno mismo, independiente de todo lo demás.

La conciencia profunda es una experiencia muy personal y es bastante hermética, por lo que no puede ser un objeto de estudio muy definido para la filosofía, la que la puede proponer; menos lo es para la ciencia, puesto que ésta trata con entidades no singulares, con objetos espaciales y con fenómenos que puedan ser susceptibles de experimentación. En efecto, el conocimiento objetivo, que es el de la ciencia y la filosofía, es de lo plural. En cambio, lo singular, en tanto no está relacionado con nada, no está referido a nada que pueda dar conocimiento de él, de definirlo y determinarlo como objeto de conocimiento. Tal como en una escala mayor, la de la razón, un ser humano estructura la conciencia de sí sobre la conciencia de lo otro, la conciencia profunda es una estructuración en una escala aún superior que incluye los otros tipos de conciencia, pero se estructura sólo cuando se llega a relativizar la conciencia de sí, por así decir.

En este mismo grupo de temas desconocidos, pero que uno tiene el perfecto derecho a plantear con toda sensatez, está aquel de si acaso la mismidad es subsistente a la muerte del individuo, y si lo es, de qué manera, puesto que ya no habría supuestamente un espacio-tiempo, ni tampoco la mismidad estaría sujeta al imperio de las leyes de la termodinámica. Sin embargo, la conciencia profunda no aparece de la nada, sino que es una estructuración en una escala superior que surge de la conciencia de sí. Tampoco es una mismidad estática, encerrada en sí misma e inmanente, como se podría entender a un monje budista. La conciencia profunda surge de discernir que existe una meta infinita capaz de unificar y dar sentido a las distintas acciones intencionales, y que es infinitamente deseable. También entiende que es posible alcanzarla, al tiempo de comprender asimismo las propias e irreductibles limitaciones para este emprendimiento.

Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, la multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La trascendencia es el paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. A través de nuestra intención libre, que culmina en una acción en nuestra existencia, podemos estructurar energía como producto. Esta estructuración se realiza en nuestra conciencia profunda y es un reflejo exacto de nuestra intención incluida en lo que somos en nuestra experiencia de vida; y es lo que subsiste a la muerte. Tal es precisamente lo fundamental de la psicología ultramundana.

La conciencia de sí es el advertir que el yo (el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la energía, que ciertamente es producto del intencionar, en conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí en modo de energía, es decir, desmaterializada. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo.

El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Esta explicación es especulativa y no se asienta ciertamente en conocimiento científico alguno, pues está fuera del ámbito de lo material (solo conocemos lo sensible), pero está en sintonía con los fenómenos místico y parapsicológico reconocidos.

Cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de subsistir.  Considerando que ya no resulta necesario satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción, como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos sobre la materia. La persona ha transitado a un estado de energía inmaterial

Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de nuestros sentidos animales y se guardaban en la memoria, ya que dejan de sernos útiles para nuestra nueva existencia, como también nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y la misma memoria basados en el cerebro biológico. Tampoco la persona existiría en un plano de tiempo y espacio, luz, color, sonidos, aromas, calor, frío, dureza y demás características del universo material y causal. Recíprocamente de la persona emergería la psicología nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa realidad que se presentaría más allá de nuestra vida terrena, imposible de conocer ahora a través de nuestra experiencia sensible. Posiblemente, el paso a esta nueva psicología sería paulatino y asistido.

La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser íntimo, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de vinculación. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, él estará finalmente en condiciones de acceder al Reino, que Jesús conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, cuando muere y existir colmadamente. De ahí que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente por Dios retornaría a Él estructurada en el amor.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum6f.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 6, “La psicología ultramundana”, del Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/).
Parte del material incluido en este ensayo proviene del libro VII, La decisión de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/).