Patricio Valdés Marín
La
psicología humana se entiende por ser naturalmente un organismo biológico
cerebrado que se relaciona con su ambiente y que persigue satisfacer
primordialmente sus instintos de supervivencia y reproducción. Esta relación se
efectúa a través de tres funciones: cognición, afectividad y reacción. Tenemos
tres tipos de conciencia: conciencia de lo otro, conciencia de sí y conciencia
profunda. El accionar del ser humano es intencional y responsable, ya que emana
de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. Si la
conciencia de sí termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la
transcendencia. Ésta viene a ser la estructuración de la energía en conciencia
profunda. El ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un
animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Tras la
muerte de la persona emergería una psicología nueva, inmaterial, pero implícita
en la conciencia profunda, para conocer y relacionarnos correspondientemente
con esa misteriosa realidad que se presentaría más allá de nuestra vida terrena,
imposible de conocer ahora a través de nuestra experiencia sensible.
La discusión acerca de si las personas siguen
existiendo de alguna manera o no después de la muerte sigue latente. Si
apoyamos la primera postura —la transcendencia de la persona— y considerando
que no poseemos ninguna evidencia física de una existencia en un “más allá”,
resulta difícil especular sobre una psicología humana en la otra vida, y menos
aún emplear el método empírico. El único camino a nuestro alcance sería, desde
una perspectiva filosófica, depender de la psicología que podemos conocer en
esta vida y advertir las especulaciones de la parasicología y la mística.
Tres funciones
Entonces veamos primero que la psicología
humana se entiende primeramente por ser naturalmente un organismo biológico
cerebrado que se relaciona con su ambiente y que persigue satisfacer
primordialmente sus instintos de supervivencia y reproducción; siendo ambos
instintos funcionales a la prolongación de la especie, que es lo determinante
en la genética de los organismos biológicos. En todo organismo biológico
vertebrado esta relación se efectúa a través de tres funciones: cognición,
afectividad y reacción. Estas funciones son actividades psíquicas de la
estructura biológica y electro-química del órgano nervioso central animal.
Primero, un organismo biológico acentúa sus posibilidades de supervivencia y
reproducción cuando obtiene información del medio, lo que le posibilita
ventajas adaptativas acerca de alimentación, sexo, cobijo y defensa. A través
de la evolución se han desarrollado órganos de sensación que captan señales de
lo que le rodea, las que se han perfeccionado en el curso de la evolución
biológica hasta conseguir, en al menos los mamíferos, una representación muy fiel
y sutil de la realidad. Una segunda función, la afectiva, se manifiesta
primariamente por la sensibilidad a efectos que producen señales nerviosas que
provocan placer o dolor como un mecanismo adaptativo y ventajoso para la
especie. Tercero, la psicología biológica se completa con la respuesta del
organismo frente a las oportunidades que se le presentan y a los peligros que
debe enfrentar para su integridad. Puede atacar, huir, defenderse, protegerse,
etc.
Por su parte, la función principal de la
estructura orgánica cerebral es, específicamente, en una escala superior
cognitiva, generar estructuras psíquicas de percepciones e imágenes a partir de
las sensaciones que proveen los sentidos. Parte relevante del caudal de
vivencias cognitivas, afectivas y reactivas es registrada en la memoria de
manera relativamente estable en forma electroquímica y neuronal (estructural)
que realzan las capacidades intelectivas y le confieren continuidad en el
tiempo, creando una historia individual. Esto es lo que produce la conciencia y
fue una importante adaptación evolutiva. La conciencia animal, incluyendo el
ser humano, es conciencia de lo otro y es la suma de las tres instancias, más
la memoria. Por su lado, la memoria genera la imaginación, que son las
representaciones o contenidos de conciencia que el animal puede producir o
rememorar en su mente como una vívida realidad que no necesita tener presente
para desearla o, por el contrario, temerla, para de esta manera aproximarse a
lo apetecido o huir del amenazante peligro.
En el ser humano, a través del proceso
evolutivo que busca la prolongación de la especie mediante la supervivencia del
más fuerte, estas tres mencionadas funciones psicológicas se manifiestan como
conocimiento, sentimiento y voluntad, respectivamente. Pero a diferencia de
todo animal el más evolucionado cerebro humano adquirió capacidad de
pensamiento racional y abstracto a partir del mismo bagaje neuronal de los
animales, pero de manera aún mucho más compleja, pudiendo estructurar en su
mente todo un mundo lógico y conceptual a partir de percepciones e imágenes, y
buscando representar lo más fiel y prácticamente posible el mundo real que
experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. Él
estructura en su mente relaciones lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y
también puede comprender las relaciones causales de su entorno. Estas
relaciones o procesos tienen una secuencia temporal, como el silogismo y la
abstracción, y por lo tanto, son muy de nuestro mundo terrenal de tiempo y
espacio. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que el individuo emplea
primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también
para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura. La realidad que
conoce es, como todo animal, la sensible y, por tanto, material. Pero en su
mente persigue comprender lo inextricable de esta realidad enigmática que se le
presenta, consiguiendo a veces entender la unidad de la multiplicidad entre el
caos.
En esta misma escala
su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente
en sentimientos. Naturalmente, un ser humano no es solamente una entidad
racional que actúa objetiva y fríamente según parámetros abstractos y lógicos.
Él es también un ser sujeto a la afectividad. Como cualquier animal, busca, en
función de la mecánica de la supervivencia y la reproducción, el gozo y el
placer, y rehúye el sufrimiento y el dolor. Como todo ser emotivo, experimenta
intensamente las emociones de vivir, siendo, por ejemplo, profundamente
afectado por el aroma de las flores, la tibieza del Sol, la frescura del agua,
la suavidad de la brisa, la placidez del descanso, el sabor y la satisfacción
de la comida, el calor de la compañía, la ternura de la amistad. Además, la
razón incrementa la escala de la afectividad para incluir los sentimientos, y
produce una funcionalidad de una escala superior a la emoción, confiriéndole
una perspectiva plena de sentido y propósito dentro de un contenido moral, pero
donde la felicidad, la tristeza, el amor, el odio y muchos otros sentimientos
más confieren la coloratura humana. Se supone que un ser humano es civilizado
en proporción a su capacidad para dominar sus emociones en función de sus sentimientos.
Conciencias
La conciencia es una
función de la estructura psíquica que el sistema nervioso central genera,
unificando toda su actividad psíquica, en virtud de la cual el individuo
—animal o humano— es capaz de poseer una actitud experimentada y vigilante de
su entorno, que le permite ubicarse temporal y espacialmente y valorar el
posible beneficio o peligro que encierran las cosas que allí percibe. Ella
relaciona activamente la multiplicidad de sensaciones, imágenes, ideas y sus
relaciones que el contacto con el mundo externo suministra, y las compara
continuamente con los contenidos, en sus distintas escalas, evocados por la
memoria. La conciencia se distingue del sueño, aunque en ambas fluyen
contenidos de conciencia; pero en el sueño no existe el control unificador de
la conciencia ni la percepción actual de la realidad, sino que refleja
simbólicamente las preocupaciones cotidianas.
La conciencia es la
capacidad que posee un sujeto, no para obtener un objeto, sino para obtener su
presencia. La capacidad se refiere a la función de una estructura, que en este
caso es la cognitiva y la afectiva. Por tanto, la conciencia se refiere a la
cognición y la afectividad. La obtención por parte del sujeto de la presencia
de algo se refiere, por una parte, a una representación psíquica que se origina
en las sensaciones que recibe de un objeto y que estructura o elabora en
percepciones, imágenes y conceptos, y, por la otra, a una representación
psico-fisiológica que produce un objeto y que se traduce en placer y dolor, en
una primera escala. La presencia es la invasión del sujeto en el campo de
sensación del sujeto. El objeto es todo lo que se pone al alcance del sujeto,
como causa de las sensaciones y emociones del sujeto. En fin, conciencia es el
conocimiento que tiene un individuo de ser sujeto de relaciones causales que
pueden comprometer su existencia en cualquier grado, ya sea como causa o como
efecto.
El objetivo de la
conciencia es unificar, filtrar y actualizar tanto la continua y permanente
información de la realidad que llega a través de los órganos de sensación como
la información suministrada por la memoria. También la conciencia está presente
en la elaboración de nuevos contenidos de conciencia (percepciones, imágenes,
ideas, relaciones lógicas y relaciones ontológicas). En fin, la conciencia, en
posesión de todo este conocimiento y afectos-aversiones, puede ejercer un
efectivo control sobre la acción.
Conciencia de lo otro
La más simple de
todas es la conciencia acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de
conciencia, que poseemos todos los animales en mayor o menor grado, proviene de
la capacidad natural de reconocer objetos que pueden ser afectados por nuestras
acciones o que pueden afectarnos a nosotros. La acción que surge de la información
provista por este tipo de conciencia no puede ser llamada precisamente libre,
pues está condicionada por los instintos
y apetitos propios que promueven la supervivencia y la reproducción para los
cuales es específicamente funcional. La intensidad de esta conciencia varía
desde el simple reconocimiento de la existencia de luminosidad o calor hasta la
comprensión de las fórmulas químicas más complejas.
Conciencia de sí
Un segundo tipo de
conciencia es la conciencia de sí. Pertenece a una escala que implica una
inteligencia racional, pues surge de la relación intelectual que un ser
racional efectúa entre las diversas cosas, de las cuales distingue una de
éstas, el agente de la acción, que llega a identificar consigo mismo. No se
refiere a la acción de la causalidad que un individuo siente en sí mismo,
reconociendo que la causa es distinta a sí mismo, pues en eso reside justamente
la conciencia de lo otro. La conciencia de sí establece la distinción
sujeto-objeto, donde el sujeto se concibe a sí mismo siempre por oposición al
objeto. Surge por reflexión. Así, pues, al reflexionar y mirarse a sí mismo
como sujeto, éste se concibe como propio y distinto de las otras cosas.
La conciencia de sí
tiene la capacidad para distinguirse ella misma de la experiencia,
identificando su causa con lo otro, y el lugar de la conciencia que experimenta
lo otro, consigo mismo. El individuo, al reflexionar, reconoce que la
conciencia es el lugar del pensar, de la voluntad y del sentimiento. El origen
y lugar de todos estos procesos los identifica con el yo. El yo se erige en
sujeto consciente que reflexiona y actúa autónomamente. En el acto de reconocer
un yo, está también reconociendo un tú a partir de la conciencia de lo otro.
La acción que surge
de este conocimiento, por la que el sujeto racional se identifica con el sujeto
de la acción y separado de las otras cosas, supone, primero, una acción
concebida como propia, emanada de sí mismo; segundo, una evaluación de sus
efectos probables, y, tercero, una evaluación que hace sobre sus mismos
objetos, a los que ordena axiológicamente, otorgándoles a cada cual una
posición dentro de una jerarquía valórica que él mismo llega a estructurar. La
acción, que tiene un momento de deliberación, tiene otro momento de decisión y
ejecución, y un tercer momento de cambio en el objeto hacia el cual se dirige,
hace emerger los tiempos de pasado, presente y futuro. Cuando surge la
conciencia de que el sujeto puede ser causa del cambio, aparece el proyecto de
futuro y la programación y la planificación de la acción.
La conciencia que
cada ser humano tiene de sí, y por la cual el mismo adquiere una identidad
única y propia, en el tiempo y en el espacio y con relación a las otras cosas,
no le proviene por aquel supuesto ingrediente espiritual denominado alma, sino
que es producto de la estructura psíquica compuesta por los contenidos de
conciencia, en especial las imágenes, ideas y juicios que cada ser humano va
estructurando según las representaciones actuales y evocadas, que convergen
precisamente en ella para hacer de la representación psíquica un todo coherente
y referido a la realidad. Entre estos contenidos de conciencia figuran las
imágenes y los conceptos que cada uno adquiere o elabora como representaciones
más o menos verdaderas de la realidad; el modo particular en que se han ido
estructurando; las relaciones que cada cual va haciendo entre las cosas que
percibe; la percepción íntima de su existencia, de su yo, de su propio
desarrollo, de sus carencias y afectos, de sus posibilidades y debilidades, de
sus alegrías y tristezas; el conjunto de pasadas experiencias y su ordenamiento
como sucesos en el tiempo; la emotividad particular que condiciona toda imagen;
los sentimientos que acompañan sus ideas; las valoraciones éticas que
suministra la cultura.. Todo ello constituye un marco de referencia permanente
y un banco de conocimientos de inmediato acceso; en fin, todo ello constituye
un sistema en su conciencia de sí que le permite deliberar y actuar
intencionalmente.
La
acción intencional
El accionar del ser
humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre
albedrío, que es producto de su razonar deliberado. La acción humana es
intencional porque persigue una finalidad que ha sido reflexionada, meditada,
pensada, ponderada, razonada, planificada y hasta imaginada, no por se conoce
el futuro, sino como proyecto de futuro, en términos de una determinación de
las múltiples posibilidades que se presentan y que incluso se crean. Y aunque
la mente se mueva dentro de un contexto estructural de valoraciones,
significados, prejuicios, sentidos, sentimientos y emociones, es
suficientemente libre para razonar y llegar a determinar libremente el curso de
la acción. Una acción causal propiamente humana transcurre en el tiempo: posee
un antes que razona, una fuerza volitiva actuante en el presente y un después
causado. Antes de desencadenar la acción, el sujeto humano estructura los
elementos racionales que imprimirán a la acción su intencionalidad, formulando
planes de futuro y proyectos de conducta. En la estructuración de los planes de
futuro existe un proceso de evaluación y ponderación razonada, un juicio a
partir de lo que conoce y de lo que pretende, de las diversas posibilidades de
acción y una concepción de qué ocurrirá al término de la acción, acompañada o
no de imágenes.
La acción humana es
intencional porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo, como sujeto
de una acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado o razonado.
Únicamente el ser humano, de todos los demás seres del universo, es capaz de liberarse
del condicionamiento natural, determinista, instintivo, afectivo y hasta
ritual, cuando ejecuta una acción intencional. En comparación, la acción de un
animal es sólo inmediatista, conteniendo una decisión muy simplificada, cuando
no es tan sólo una simple respuesta a un estímulo. La vida es energía que se
consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es
energía que se consume además tras un proyecto de futuro que la razón ha
estructurado como posibilidad; y esta energía que consume en el mundo material
es energía que se estructura en la persona. La acción propiamente humana no
consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para
obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con
sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste
en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Las
acciones humanas no deliberadas no son intencionales y pertenecen a la
causalidad determinista del universo.
Del mismo modo como
el término de la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano,
es la supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente
humana es la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportunidades
que se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto
biológico de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción
intencional es mucho más que una respuesta a los simples instintos de
supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral.
La acción intencional, identificada con el ejercicio de la libertad y con la
autodeterminación, depende de la razón y los sentimientos, siendo lo que
caracteriza a la persona y que se relaciona al otro a través del amor o el
odio.
La acción propiamente
humana, cuando produce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna
manera, un efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se
va no sólo auto-determinando, sino que también auto-estructurando. La
estructuración personal es a la vez intelectual, afectiva y moral. Entre la
intención y la acción está la decisión, que también se denomina voluntad. La
decisión es actualizar, colocando en el presente una intención dirigida hacia
un futuro indeterminado. Esto es especialmente importante en dos sentidos: por
una parte, establece la oportunidad de la acción. Por la otra, ordena la
secuencia respecto de las otras acciones de un proceso.
La acción humana es
libre. No lo es en el sentido de un poder de actuar o de no actuar, de acuerdo
a las determinaciones de la voluntad. Lo es en cuanto se dan dos factores:
primero, la existencia de deliberación razonada antes de la acción; segundo, la
existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo. Por lo tanto, la
libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia voluntad
racionalmente determinada y no consiste en elegir una alternativa, sino en la
posesión objetiva de alternativas. Nuestra libertad, que no es una “libertad
de”, sino que es una “libertad para”, cuando es ejercida, queda determinada. No
sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y cuando hacemos algo, optando por
algún curso de acción que determinamos, cerramos las posibilidades para hacer
otras cosas. Al tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de
libertad por una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente
una alternativa de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de
dicha alternativa.
La acción es menos
libre en la escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales
son bastante determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal
enfrentado a otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de
la conciencia de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de
su libertad, pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y
hasta determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al
desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. El
ejercicio de la libertad es inédito y original. A pesar de ser un producto más
de la evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener conciencia no
sólo de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los animales
en mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus límites.
Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí mismo,
independiente de las cosas y llegar a tener conciencia íntima y profunda de
sí.
Uno podría suponer
que todo este complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin
embargo, todo aquél ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil
fuerza electroquímica que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro
cerebro, el que según los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 gramos y tiene la
apariencia de una masa gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto
imágenes como relaciones de imágenes, que son las ideas, y relaciones de
relaciones de imágenes e ideas tan abstractas que no tienen relación a imagen
alguna, que son los juicios. Son estas últimas relaciones las unidades discretas
del raciocinio y las que imprimen la intencionalidad a la acción al valorar
tanto sus probables costos y beneficios para sí y para otros, como también su
oportunidad.
La voluntad traduce
la intención en acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente,
que se ramifica por toda la estructura muscular, para amplificar la débil
fuerza de una intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz
de comandar el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es
interesante advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad
funcional que tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la
estructura nerviosa eferente, similar a la aferente, sirve para captar y
conducir las sensaciones al sistema nervioso central y que es coordinada por
éste. La red eferente comanda la estructura muscular-esquelética mediante
señales nerviosas precisas que son amplificadas por los músculos, que se
contraen o se dilatan en la dirección, con la fuerza y la velocidad
preseleccionadas y en combinación con los huesos que actúan de palancas, con el
objeto de llevar a cabo la acción intencionada.
La voluntad da la
orden que manda a las manos asir con una determinada presión un hacha por el
mango, y a los brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un
pedazo de leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo
con una intensidad determinada, una mano girar un volante a una cierta
velocidad o mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado,
movimientos que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo
humano, para actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La
voluntad pone una idea en persuasivas palabras cuando comprime el aire de los
pulmones sobre las cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y
labios para regular un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas
intencionalmente, al tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al
cuerpo acompañar con ademanes significativos para reforzar la intención.
Conciencia profunda
Desde una perspectiva filosófica (de la
filosofía que hemos venido propugnando en toda esta obra), la vida y la
conciencia de sí ocurren en el universo material, donde son comprendidas
filosóficamente por la complementariedad de la estructura y la fuerza. Sin
embargo, en esta misma perspectiva, tanto el universo material y dicha
complementariedad son comprendidos a su vez por un concepto mayor, que es el de
la energía, que se ajusta y no se
contrapone con lo develado por la ciencia moderna. Así, la energía, según
entendemos, no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer
principio de la termodinámica—; no debe ser pensada como un fluido, ya que no
tiene ni tiempo ni espacio; su efectividad está relacionada con su discreta
intensidad; es tanto principio como fundamento de la materia; no puede existir
por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Este
concepto tiene el alcance que tuvo el ser de la metafísica en la historia de la
filosofía, pero que está obsoleto por su irrelevancia frente al enorme
desarrollo de la ciencia. De hecho, el universo, en toda su diversidad, está
hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de
energía. Adicionalmente, la energía comprende una realidad mucho mayor que la
de la materia. Es este nuevo concepto de energía que nos permite hablar de
transcendencia sin contradecir la ciencia, cuyo alcance es solo lo material.
Estas distinciones metafísicas son fundamentales para comprender nuestra
existencia y la del universo y son la base para nuestra tesis de la
transcendencia.
Siguiendo con el hilo
conductor acerca del tema que nos preocupa, desde el punto de vista del
propósito de los tres tipos de conciencia, vimos que el sentido de la
conciencia de lo otro está relacionado con la supervivencia y la reproducción.
Esta finalidad biológica es distorsionada en la conciencia de sí por la ética,
la cual busca, a través de la subsistencia de la comunidad, realzar la propia
supervivencia y reproducción. La conciencia profunda, que es un tercer tipo de
conciencia, adiciona un marco transcendente en el cual la finalidad de
supervivencia individual y subsistencia social se relativizan. Si la
conciencia de sí termina en la muerte, la conciencia profunda conduce a la
transcendencia. Ésta conciencia se encuentra en la escala mayor de
estructuración de la conciencia. No hace que nuestra acción sea más
objetivamente libre, sino que hace que uno mismo sea íntimamente libre al
actuar. A diferencia de la conciencia de sí, la podemos reconocer en ausencia
de cualquier referencia con otras cosas, y, por lo tanto, no requiere ninguna
identidad por la que se puede relacionar o definir, pues se identifica
únicamente consigo mismo en una mismidad. Mediante ella, una persona se
reconoce a sí misma como singularidad y como independiente de otras cosas por
referencia, relación o identidad. Esta conciencia es un reconocimiento de la
radical mismidad que puede llegar a subsistir incluso a la propia corporeidad
espacio-temporal, la que la llega a concebir como otra cosa más, mutable,
corrupta y hasta ajena, al menos en los místicos, y que en lenguaje ordinario,
sepulcral, se denomina “los restos”.
Es conveniente entrar
a analizar el concepto de mismidad. Lo primero que resalta es que este
concepto es distinto del de identidad. La identidad supone otras cosas de las
que se diferencia; en especial, supone la ocupación de un espacio-tiempo
definido en el universo. En cambio, la mismidad supone únicamente uno mismo,
una unicidad, tal como una singularidad, y reducido a una pura conciencia, sin
ninguna referencia espacial ni temporal. El yo es sustancial y singularmente el
yo mismo, sin relación a nadie más, autosustentable, polo de la acción
intencional, autoconsciente, descontextualizado, sentimentalmente
auto-contextualizado. La identidad que es propia de la conciencia de sí
necesita otras cosas para poder diferenciarse, distinguirse, describirse y
definirse: un sujeto frente a lo otro; la mismidad, por su parte, no necesita
sino de uno mismo, independiente de todo lo demás.
La conciencia
profunda es una experiencia muy personal y es bastante hermética, por lo que no
puede ser un objeto de estudio muy definido para la filosofía, la que la puede
proponer; menos lo es para la ciencia, puesto que ésta trata con entidades no
singulares, con objetos espaciales y con fenómenos que puedan ser susceptibles
de experimentación. En efecto, el conocimiento objetivo, que es el de la
ciencia y la filosofía, es de lo plural. En cambio, lo singular, en tanto no
está relacionado con nada, no está referido a nada que pueda dar conocimiento de
él, de definirlo y determinarlo como objeto de conocimiento. Tal como en una
escala mayor, la de la razón, un ser humano estructura la conciencia de sí
sobre la conciencia de lo otro, la conciencia profunda es una estructuración en
una escala aún superior que incluye los otros tipos de conciencia, pero se
estructura sólo cuando se llega a relativizar la conciencia de sí, por así
decir.
En este mismo grupo
de temas desconocidos, pero que uno tiene el perfecto derecho a plantear con
toda sensatez, está aquel de si acaso la mismidad es subsistente a la muerte
del individuo, y si lo es, de qué manera, puesto que ya no habría supuestamente
un espacio-tiempo, ni tampoco la mismidad estaría sujeta al imperio de las
leyes de la termodinámica. Sin embargo, la conciencia profunda no aparece de la
nada, sino que es una estructuración en una escala superior que surge de la
conciencia de sí. Tampoco es una mismidad estática, encerrada en sí misma e
inmanente, como se podría entender a un monje budista. La conciencia profunda
surge de discernir que existe una meta infinita capaz de unificar y dar sentido
a las distintas acciones intencionales, y que es infinitamente deseable.
También entiende que es posible alcanzarla, al tiempo de comprender asimismo
las propias e irreductibles limitaciones para este emprendimiento.
Cuando el ser humano reflexiona sobre el por
qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad,
la multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo,
no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La trascendencia es el paso
desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional,
hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. A
través de nuestra intención libre, que culmina en una acción en nuestra
existencia, podemos estructurar energía como producto. Esta estructuración se
realiza en nuestra conciencia profunda y es un reflejo exacto de nuestra
intención incluida en lo que somos en nuestra experiencia de vida; y es lo que
subsiste a la muerte. Tal es precisamente lo fundamental de la psicología
ultramundana.
La conciencia de sí es el advertir que el yo
(el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva
que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta
materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la
estructuración de la energía, que ciertamente es producto del intencionar, en
conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí en modo de energía, es
decir, desmaterializada. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es
solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros
“ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente
solo tras la muerte fisiológica del individuo.
El alma no preexiste en un mundo de las Ideas,
al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino
que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma
lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía
inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la
actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la
evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada.
Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un
animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Esta
explicación es especulativa y no se asienta ciertamente en conocimiento
científico alguno, pues está fuera del ámbito de lo material (solo conocemos lo
sensible), pero está en sintonía con los fenómenos místico y parapsicológico
reconocidos.
Cuando la muerte, propia de todo organismo
biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es
la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han
unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la
destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo
con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz
ahora de subsistir. Considerando que ya
no resulta necesario satisfacer los instintos de supervivencia y reproducción,
como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de
existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material
y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no
puede tener efectos sobre la materia. La persona ha transitado a un estado de
energía inmaterial
Asimismo, desaparecen nuestros atesorados
conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que
percibimos a través de nuestros sentidos animales y se guardaban en la memoria,
ya que dejan de sernos útiles para nuestra nueva existencia, como también
nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y la misma memoria basados en
el cerebro biológico. Tampoco la persona existiría en un plano de tiempo y
espacio, luz, color, sonidos, aromas, calor, frío, dureza y demás
características del universo material y causal. Recíprocamente de la persona
emergería la psicología nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía, pero
implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para
conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa
realidad que se presentaría más allá de nuestra vida terrena, imposible de
conocer ahora a través de nuestra experiencia sensible. Posiblemente, el paso a
esta nueva psicología sería paulatino y asistido.
La persona, ahora reducida a lo esencial de su
ser íntimo, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y
estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de vinculación.
La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha
sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, él estará
finalmente en condiciones de acceder al Reino, que Jesús conoció (¿a través del
fenómeno EFC?) y anunció, cuando muere y existir colmadamente. De ahí que su
condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su
vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el
espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente
por Dios retornaría a Él estructurada en el amor.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum6f.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 6, “La psicología ultramundana”,
del Libro VI, La esencia de la vida (ref.
http://unihum6.blogspot.com/).
Parte del material incluido en este ensayo
proviene del libro VII, La decisión de
ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/).
Perfil del autor: www.blogger.com/profile/09033509316224019472